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CRÓNICAS
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Moribundo y heridos fueron retirados al hospital de sangre, donde el primero falleció después de recibir los auxilios del capellán. Aquel pobre muchacho se llamaba José Aguilar Sierra. Los heridos mostraron tan buena disposición, que a las diez de la mañana, cuando el corneta de guardia había tocado rancho, los encontré acomodados en un corredor de la planta baja, con pies y cabezas cubiertos de vendajes, pero cada uno con su plato de rancho en una mano y el pan y la cuchara en la otra.

Amanecía.―En esto amaneció un hermoso día tropical del mes de mayo. ¡Qué hermoso amanecer para un soldado el amanecer del 12 de mayo de 1898!

Obús de hierro de 24 centímetros.

San Cristóbal y el Morro aparecían coronados por nubes de humo rojizo, producidas por la pólvora quemada de sus cañones. Cada vez que mis baterías lanzaban una descarga, temblaban en sus cimientos las casas de San Juan; muchas vidrieras saltaron en pedazos.

A lo lejos, San Antonio, Santa Elena, San Fernando, San Agustín, Santa Teresa y la Princesa se batían con denuedo, aunque demostrando todos los artilleros, incluso los míos, falta de experiencia por no haber tenido nunca prácticas de tiro.

Enfrente, la escuadra americana maniobraba marchando con lentitud, sin dejar de hacer fuego. Cada buque navegaba paralelamente a la costa, con una velocidad aproximada de cinco millas; hacía fuego por andanadas con sus baterías de estribor; cuando rebasaba San Cristóbal, viraba hacia el Norte, primero, y al Oeste, después, continuando el cañoneo con sus piezas de babor hasta llegar frente a la isla de Cabras, donde nuevamente ponía proa al Sur y luego al Este, repitiendo su primer circuito.