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A. RIVERO
 

¡Viva Puerto Rico eternamente español!
¡Viva el orden!»

Los demás periódicos llenaban sus columnas con escritos de igual forma y tendencia. Toda la Prensa, sin ninguna excepción, plegó sus banderas partidarias y clavó en sus redacciones una sola: la de España, y, hasta los sacerdotes, desde los púlpitos, pronunciaban verdaderas arengas marciales.

¡Tal vez el apóstol Santiago, patrón de España, quien, según las crónicas, en la batalla de Clavijo, librada contra los musulmanes, peleó del lado español, cabalgue otra vez en su blanco corcel y descienda a los campos de Borinquen repartiendo tajos y estocadas entre las apretadas filas de los voluntarios norteamericanos!

Después del Tratado de París, muchos hombres de los que en 1898 formaron en la vanguardia de los adalides de España trataron de desvirtuar los hechos que, entonces, realizaron al solo impulso de sus libres voluntades. No es ese el camino.

Los que hasta el fin cumplieron sus deberes y sus juramentos sin flaquezas y sin disimulos, deben sentirse satisfechos; lo que hicieron es prenda que responde a lo que harán en lo porvenir.

Los dos puntos extremos, el que marca el nacer y el que señala la muerte, están unidos por una línea recta. Tal es el único camino que deben recorrer en la vida los que, siendo hombres de honor, luchan para alcanzar el engrandecimiento y libertades de su Patria.