los de guitarra callejera y garrafón de anís, vino a mis órdenes sujeto a todos los riesgos y a todas las disciplinas. Ofrecía su vida, y yo solamente podía darle café, dos ranchos ¡famosos ranchos los de mi batería!, ración de pan, su media de vino Angu ciana y una peseta diaria, pagadera cada sábado. Martín demostraba tenerme apego, y siempre andaba a mis alcances. Aquella mañana, 12 de mayo, y cuando ya es- tábamos bien metidos en fuego, cuando ya tenía artilleros muertos y heridos, y dos piezas temporalmente inutiliza- das, fué preciso llamar voluntarios para acarrear proyectiles cargados desde la batería de San Carlos a la alta del Castillo. --¡Martín! ---¡Mi capitán! -Toma 12 hombres, y ¡volando! tráeme aquí todos los proyectiles car- gados de la batería de San Carlos. -¡Andando! Sus hombres subían y bajaban, y mi repuesto de granadas crecía por momentos. De pronto un estruendoso silbido, recio choque en el hormigón de la batería y una grana- da de 6 pulgadas rodó, aunque sin es- tallar, por el pavimento. Martín estaba allí, con un proyectil sobre el hombro derecho, mirando con sorna la grana- da enemiga.
-Martín, fuera de ahí, volando! ---Esa no mata a nadie-fué su res- puesta. Y como endemoniada negación estalló el proyectil, que tenía espoleta de tiempo. Sus cascos volaron en todas direcciones, levantando una nube de polvo y humo, y cuando ésta se disipó, pude ver a Cepeda de pie, souriente, y arrojando la sangre a chorros por su hombro dere- cho; un casco le había tronchado el brazo a raíz del hombro, y el miembro colgaba sostenido por un trozo de piel. Corrí hacia él, y entonces aquel hombre, heroicamente hermoso, echando lum- bre por los ojos, sujetó con su mano izquierda el brazo herido, y me dijo: - ¡Mi capitán, aún me queda el otro brazo!