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A. RIVERO
 

ranchos, adquiridas a precios del mercado, por jefes honorables; y en tales trabajos le sorprendió la guerra sin planes y sin previsión de clase alguna. La artillería de campaña era escasa, y escasa su dotación de municiones; las pie- zas emplazadas en San Juan, único puerto fortificado en toda la Isla, eran de calibre medio, ninguna de tiro rápido o carga simultánea; no había pólvora adecuada para las de mayores alcances y poder; no hubo telémetros ni torpedos, ni minas ni ex- plosivos para volar puentes, ni almacenes con provisiones de boca y guerra. Sánchez de Castilla, subinspector del Cuerpo de artillería, y Laguna, del de ingenieros, cla- maron, repetidas veces, sin resultado, exponiendo tales deficiencias y señalando el oportuno remedio, y siempre sus peticiones se estrellaron contra el non posstimus del coronel Camó *.

No hubo, antes de la declaración de guerra, ni después, escuelas prácticas de ar- tillería, y, cuando tuvo lugar el combate del 12 de mayo, ni uno solo de los sirvien- tes de las piezas había tenido oportunidad de escuchar el estampido de los caño- nes. Larrea y otros jefes trataron de encauzar aquel desbarajuste, pero sus indicacio- nes, así como las del general Ortega, fueron siempre mal recibidas. Para que el lector tenga visión exacta de aquellos hechos, es bueno que sepa que San Juan nunca fué bloqueado regular y efectivamente, y sí sólo en ciertos períodos, y siempre por fuer- zas navales, muy inferiores a las ancladas en la bahía. Ponce, Mayagüez y Arecibo, conectado este último puerto por ferrocarril con San Juan, siempre estuvieron francos, y en ellos entraban y salían, libremente, vapores ingleses, alemanes, fran- ceses y hasta veleros españoles. Pudo pedirse y traerse de España mucho material de guerra necesario, solicitado por los artilleros, con sobrada antelación, peticio- nes que dormían el sueño de los justos en las oficinas del Estado Mayor; y así, en Madrid, pocas veces supieron la verdad en cuanto a nuestras necesidades durante la guerra.

Cuando se proclamó el estado de guerra y el general Macías hizo un llamamiento al país, éste respondió con sin igual entusiasmo, secundando al Ejército y Volunta- rios; ni un solo pueblo faltó a su deber; las compañías de Voluntarios se vieron nu- tridas con hombres que siempre recelaron del Instituto; secciones de macheteros, au- xiliares y de transporte, surgieron por todas partes. Camó, siempre adusto, siempre receloso, veía en cada portorriqueño que pedía armas un traidor, y en cada Voluntario un mal soldado, en el cual no podía tenerse confianza. Sánchez Apellániz, comandante militar del departamento de Humacao, re- cluta e instruye 200 voluntarios, para los cuales pide fusiles y equipos. El jefe de Es- tado Mayor, tal vez sin consultarlo con el general Macías, rechaza la petición y es- cribe: «Esas peticiones, exageradas, de armamento, sobre no haber Parque que las resista, acusan falta de valor en el jefe que las produce.» vSánchez Apellániz tenía 1 El autor fué secretario, mucho tiempo, de la Subinspección de artillería, siendo subinspectores los co-^

róñeles de artillería León y Sánchez de Castilla.