Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/454

Esta página no ha sido corregida
410
A. RIVERO
 

En la calle de la Fortaleza, dando frente a ésta ; delante de su pla- zoleta, había tendido, en correcta formación, parte de un regimiento de infantería americana, con sus banderas, banda de música j? algu- nos jinetes. El resto de la caballería, en corto número, había sido distribuida por diversos puntos de la ciudad, vigilando y guardando el orden público. Sobre lo alio del edificio de la Fortaleza, en su fachada principal, se ostentaba el asta de la bandera completamente desnuda, es decir, sin bandera alguna, ni española ni americana; pero sí, pendiendo de su tope, un largo j; doble cordón corredizo que caía y llegaba hasta el pavimento de la calle. Y así las cosas, llegó el momento crítico; podía oírse el vuelo de una mosca, como vulgarmente se dice. Tendí la vista ^ abarqué, de lleno, la brillante y emocionante escena. El comandante en jefe, el general Brooke, estaba militarmente cuadrado, fnmóvil su semblante, de noble i? valeroso soldado, tenía la rigidez del bronce. A su lado estaba Muñoz Rivera, sombrío e im- penetrable. Yo ocupaba el sitio inmediato, y sobre mi brazo se apo- yaba, fuertemente, el almirante Scheley, lesionado como estaba en una pierna a consecuencia de un fuerte golpe recibido. No sé cómo parecería yo a los demás exteriormenie, pero en mi fuero interno, mi total pensamiento estaba concentrado en la extraordinaria trascen- dencia del acontecimiento que presenciaba y en la meditación de lo que pudieran ser sus necesarias e ineludibles consecuencias. Todos los generales, oficiales y soldados americanos ofrecían la más severa, disciplinada y respetuosa actitud y continente. De pronto, en aquel cuadro, de luz y de color, una figura saliente y vigorosa llamó poderosamente mi atención, produciéndome emoción profundísima de admiración y simpatía. En sitio visible y preferente, en la más dolorosa de las pruebas, ocupando su puesto, pálido, frío, impávido y estoico, estaba allí, como la propia estatua del deber, el alcalde español de San Juan, el íntegro y noble asturiano D. Fermín Martínez Villamil. Allí no estaba, allí no estuvo el general Ortega, comandante mili- tar de la plaza de San Juan, que no figuró en la ceremonia, ni tomó parte en ella, bajo ningún concepto. Un alto oficial americano, llevando en sus manos una gran bande- ra de las franjas y las estrellas, se destacó del grupo militar y, asistí-^ do de otros oficiales americanos, la amarró, en forma adecuada, a los dos extremos del doble cordón corredizo que pendía del asta de bandera enclavada en lo alto del edificio de la Fortaleza, y una vez que esto fué hecho y terminado, en tal instante, una orden fué dada.