des en una extensión de más de 200 metros. Cuando iba a la mitad sentí, muy cer-
cano, rumor de caballería, y casi en el acto divisé fuerza montada que avanzaba a
galope.
-Aquel hombre me engañó-fué mi pensamiento-; estas son las avanzadas
americanas y estoy cogido. Y como nada podía hacer para escapar, a causa de los
taludes que he descrito, eché pie a tierra sin soltar las riendas del caballo, preparé
el revólver, y anticipándome a los sucesos dí el ¡quién vive! a los que llegaban.
-España-me contestaron.
-Avance el jefe de esa fuerza para rendir el santo y seña-añadí, ya bastante
más tranquilo. Y entonces se acercó el teniente Sergio Vicéns, quien, al frente de
una guerrilla montada, iba hacia Carolina, donde, según las instrucciones que le
dieron, debía contener el avance de las vanguardias americanas. Saquéle de su error,
mandó que sus fuerzas envainasen los sables, y después de algunos momentos de
conversación, empleados en criticar a nuestros superiores, cada cual siguió su cami-
no. No necesito insistir, para que mis lectores lo crean, en que aquella noche yo
pasé un gran susto.
Poco más allá del puente de San Antón, mi caballo (el de Pedro Bolívar) se acostó
en el camino y no quiso seguir adelante; allí lo dejé y llegué a Río Piedras, paso tras
paso, encargando a un cabo de guerrilla que enviase una pareja que cuidase mi
montura y la condujese a San Juan.
Cuando al siguiente día conté lo ocurrido al teniente Bolívar y le dije que proba-
blemente su caballo moriría, me contestó:
--Bien hecho; si te dan otra comisión procuraré ofrecerte un caballo de más re-
sistencia.
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A. RIVERO
La piedra blanca en el camino de Carolina a Río Piedras.