Hilario López Cruz, debiendo armarla con los fusiles que les entregara el capitán Barclay y con otros que habían sido abandonados por los Voluntarios al disolverse. Vizcarrondo, ya en el ejercicio de sus funciones militares, situó parejas armadas sobre todos los caminos que conducían a la población, y tomó otras medidas condu- centes a mantener el orden y garantizar vidas y propiedades. Mientras tenía lugar en el Municipio la sesión que he reseñado, ocurrió un incidente verdaderamente impor- tante. El capitán del puerto, Lanuza, vestido de uniforme y llevando todas sus armas, entró de improviso en el salón de actos, causando profunda sorpresa; entonces el ca- pitán Barclay, adelantándose, le ordenó que rindiese y entregase su espada; intervino Veve, y el capitán Lanuza pudo conservar sus armas y retirarse a su casa. Como cir- cunstancia digna de mención debo añadir que siguió desempeñando sus funciones de
capitán de Puerto sin ser molestado en lo más mínimo, y después del armisticio fué
el último oficial español que abandonó la ciudad de Fajardo al ocuparla las fuerzas
americanas.
El sargento mayor, Vizcarrondo, estableció en el teatro su cuartel general, y allí
continuó la organización de la milicia ciudadana. Todo lo que llevo narrado ocurría
durante el día y la noche del 5 de agosto. Esta noche hubo gran alarma, a causa de
ciertas noticias recibidas de Humacao, afirmando que el teniente coronel Francisco
Sánchez Apellániz, comandante militar de aquel distrito (al cual pertenecía Fajardo),
venía sobre éste, a marcha forzada, con fuerzas, a caballo, de guerrillas y Guardias
civiles. Algunos soldados de la milicia, sin esperar la confirmación de este aviso,
abandonaron las armas, buscando refugio entre los montes cercanos; otros, al deser-
tar, llevaron consigo su armamento, y alguno hubo tan precavido que envió su fusil
a Vizcarrondo, acompañado de un papelito en el que le decía: «Ahí le envío mi fu-
sil, porque mamá me impide cumplir con mis deberes militares.»