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A. RIVERO
 

de julio siguiente, protegiendo la descarga del vapor Antonio López, buque que varó en aquella ensenada al ser perseguido y cañoneado por el crucero auxiliar que bloqueaba el puerto de San Juan.

En los últimos días del mes de julio último fui llamado, una noche, al palacio del Gobernador General, quien me indicó que marchase, con la fuerza montada a mis órdenes, y lo más rápidamente posible, hasta llegar a Guayama, porque se había recibido información contradictoria sobre el desembarco de fuerza enemiga en Arroyo, ignorándose la situación de unos 60 hombres de infantería, allí de guarnición, al mando del comandante Reyes. Seguidamente fui a Río Piedras, donde estaba acantonado con mi guerrilla, y lo antes que pude, emprendí la marcha por la carretera central, llegando a Caguas a las tres de la tarde bajo un sol abrasador. En esta ciudad di rancho a la tropa, pienso al ganado y algún descanso a todos, y a la caída de dicha tarde continuamos hacia Cayey, población donde entramos a las diez de la noche. Traté de comunicarme con Guayama, pero no me fué posible por estar interrumpida la línea telegráfica y, a pesar del cansancio de mi gente y de los caballos salimos, tomando la hermosa carretera que conduce a dicha ciudad.

Poco habíamos caminado, cuando alcanzamos un convoy de cuatro carretas cargadas de fusiles, correajes y municiones, custodiados por voluntarios, quienes me dijeron que aquel armamento y equipo pertenecían a su disuelto batallón y sección montada y que iban con destino al Parque de San Juan. Después de adquirir algunos informes más y de saber que las fuerzas al mando del comandante Reyes estaban acampadas a la bajada del Guamaní, continuamos nuestra jornada, llevando en vanguardia una descubierta de cuatro guerrilleros montados al mando de un cabo.

Como tres kilómetros antes de llegar a Guayama fui detenido por las avanzadas de nuestra infantería, sesenta y tantos hombres que allí encontré al mando de dos oficiales; el comandante Reyes estaba alojado en la casa de un campesino, dos kilómetros separado de su fuerza, y sin perder tiempo le comuniqué las órdenes que llevaba para que resignase el mando, y haciendo uso de un coche que pasaba, dicho jefe siguió hasta San Juan, donde debía recibir instrucciones.

Reuní entonces a mi guerrilla la fuerza de infantería, y con las precauciones del caso, y al frente de ellas, entré en Guayama en las últimas horas de la madrugada. Llegué a la plaza, y en aquel sitio, y con gran alegría para mí, me encontré con un antiguo y querido compañero de la infancia, y condiscípulo del Colegio de los Padres Jesuítas, el abogado Pedro de Aldrey; juntos nos dirigimos a una botica, y aquí, él y otras personas que fueron llegando, me pusieron en antecedentes de todo lo ocurrido.

El cercano pueblo y puerto de Arroyo estaba en poder del Ejército americano, y además había fondeados en la rada varios buques de guerra y transportes. Se había anunciado para aquella misma mañana el avance hacia Guayama; pero al saberse que de San Juan habían salido fuerzas a reforzar la escasa guarnición aquí existente, se detuvo el movimiento, esperando desembarcar mayor número de tropas, y, sobre todo, de artillería de campaña, entre la cual, según me dijeron, había muchos cañones dinamiteros. No quise oír más, y acompañado de mis guerrilleros, me dirigí hacia Arroyo, sosteniendo, antes de llegar a este pueblo, un vivo tiroteo con las avanzadas enemigas, que se batieron en retirada; seguí adelante, y conseguí meterme den-