l día 1.º de marzo de 1898, el capitán general de Puerto Rico, don Manuel Macías, me indultó del arresto que estaba sufriendo en el castillo del Morro de orden del general Ortega, gobernador de la plaza —mi buen amigo más tarde—, por intervenir en asuntos políticos, a pesar de encontrarme en situación de supernumerario sin sueldo desde dos años antes, esempeñando una cátedra en el Instituto Civil de Segunda Enseñanza.
Como era reglamentario, tuve que presentarme a su excelencia, quien me trató con afabilidad, asegurándome que aquel arresto no sería anotado en mi hoja de servicios, lo que comunicó más tarde, de oficio, al jefe de artillería, y añadió:
—Usted me ha cursado instancia solicitando anticipo a la licencia absoluta que tiene pedida a Su Majestad; quiero decirle, en reserva, que desde el desgraciado accidente del Maine la guerra con los Estados Unidos es inevitable; ¿quiere usted seguir en el Ejército hasta que la guerra termine?
—Un oficial no abandona el uniforme cuando hay probabilidades de guerra; disponga usted de mí —le contesté.
Hizo venir al coronel Camó, su jefe de Estado Mayor, y le ordenó mi vuelta al servicio activo, destinado a mandar la tercera compañía del dozavo batallón de artillería, lo que aparejaba, además, el gobierno del castillo de San Cristóbal y la jefatura de todas sus baterías interiores y exteriores.
—Si la guerra viene, que sí vendrá —continuó el general—, a usted, que es por-