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A. RIVERO
 

y otra infinidad de artículos que pusieron a la plaza en buen pie de guerra. Debo consignar que toda la artillería vino perfectamente acondicionada y hasta con sus explanadas de tablones, pernos y todo lo necesario.

Mientras descargaba al Antonio López, clavado en 15 pies de arena, Acha concibió la idea de ponerlo a flote y meterlo en puerto; ello fué durante la noche del 29 de junio, cuando el auxiliar Gran Antilla, mandado por el capitán José Bayona, amarró sus cabos a la popa del buque varado, intentando el remolque; Acha, al frente de las máquinas, ayudado por el auxiliar José Cándida y con un grupo de artilleros, rellenó los hornos, recargó las válvulas y pedía a cada momento con voz breve y nerviosa: «¡Más vaporl ¡Más!» El vapor silbaba, escapándose por todas las juntas y amenazando con volar las calderas. El capitán de puerto Fernández, aferrado al timón, esperaba la orden de marcha.

Acha dio la voz de ¡avante!, y el buque crujió desde el puente a la quilla. ¡Era Gilliatt salvando a la Durandel!..... [1]

Por un momento, todos creyeron que el Antonio López se desprendía de su lecho de arena; pero ¡no pudo ser!: los cables de remolque estallaron. Una roca había perforado el fondo, y, entrando en el casco, ancló el buque para siempre. Durante la operación, los cruceros Concha, Isabel y Ponce vigilaban fuera del Morro.

Acha y sus compañeros regresaron a tierra al siguiente día; poco después, una seria enfermedad le obligó a recogerse en cama, en la casa particular de Pedro Giusty; estuvo grave, entre vida y muerte, como resultado de sus esfuerzos en aquellas noches terribles; pero Dios no quiso, y Acha, el portorriqueño de mejor cerebro de cuantos se graduaron en el Colegio Militar de Segovia, vive y pasea su uniforme de general por las calles de Madrid. Para contar cuanto de bueno y efectivo hizo este oficial en Puerto Rico, durante la guerra, sería poco este libro.

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Cien peones contratados ayudaron a la descarga, pagándoseles tres pesos por día y cuatro por cada noche; Joaquín Jarque, empleado de muelles de la casa consignataria de Ezquiaga, trabajó bien, y no abandonó el buque hasta que el último bulto estuvo en tierra.

El Antonio López recibió seis proyectiles: uno rompió la baranda de estribor; otro atravesó el mamparo de máquinas, inutilizando la escalera; un tercero perforó la chimenea; otro el costado de babor; otro entró en el camarote del primer maquinista, y el último destrozó la cocina y el fogón. Las tripulaciones del Terror y del Criollo auxiliaron la descarga, que duró, como hemos dicho, los días 28, 29 y 30, con sus noches. Hasta el piano, los muebles y la vajilla fueron salvados, así como también gran cantidad de carbón.

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  1. Víctor Hugo: «Los trabajadores del Mar.»—N. del A.