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A. RIVERO
 

Era la una y media de la tarde cuando el destróyer 7error, comandante La Rocha, asomó la proa por detrás del Morro; cruzó, sin detenerse, por delante del Isabel II, y, poniendo rumbo al Nordeste, forzó su marcha. La mar, bastante movida, producía tremendos balances a la sutil embarcación, que, envuelta en el humo de sus chimeneas, embarcaba recios


golpes de agua.
El Saint Paul, buque gemelo de Saint Louis.

La multitud, subida a

las murallas, aplaudía locamente cada vez que el /sabel 17 disparaba, unas veces por babor, y otras por estribor, sobre el crucero enemigo. Éste, que observaba la maniobra del Zerror, hizo avante un cuarto al Norte, con el obje- to de atraerlo hacia fuera, y en tal di- rección, que el oleaje lo tomase de e = : través, A = HS ARNO Lo que aconteciera, minutos des- El Saínt Paul, buque gemelo del Saint Louis. pués, no lo olvidaré mientras viva; con mi anteojo distinguía sobre la cubierta del pequeño buque al comandante La Rocha y a los demás oficiales; varios marineros hacían girar el cañón lanzatorpedos. Los rayos del sol arrancaban reflejos de oro al quebrarse sobre el torpedo de repuesto, gigantesco cigarro de bronce, que estaba sobre cubierta.

A bordo del crucero enemigo reinaba el mayor orden; yo observé a los artilleros apuntando todos los cañones de la banda de tierra. El enemigo xo huía, como todos creímos hasta aquel instante; pronto iba a correr sangre. A 5.000 metros rompió fuego el Zerror, que estaba desprovisto de sus mayores cañones, y, sobre la marcha, cambió de rumbo, y, poniendo proa al enorme crucero enemigo, se lanzó hacia él, recto como una flecha, levantando montañas de espuma, y tan envuelto en humo, que perdí de vista su bandera de combate; el adversario, que había navegado como un cuarto de milla, se paró, y, andanada tras andanada, rompió el fuego con todas sus baterías.

Yo lo vi muy de cerca, gracias al poderoso anteojo, y, como lo vi, lo cuento. Era de tal volumen el fuego del Sazrt Paul, y tan certera su puntería, que, en aquellos mismos instantes, pensé que el mar estaba hirviendo junto al Terror, y también me pareció que granizaba.

Ya estaba cercano el momento, con tanta ansiedad deseado, en que surcase las ondas el torpedo IVkztehead, cargado de algodón pólvora, cuando observé que el des- tróyer acallaba sus fuegos, giraba sobre la popa y, tumbado sobre una banda, ponía proa al Oeste en demanda del puerto. El Saint Paul también dejó de disparar y per- maneció inmóvil. «¿Qué pasa?», preguntaban millares de almas. Yo, a quien el privilegio