Fernández Juncos, y sus hijos Amparo y Manuel; los hermanos del Valle, Francisco y Pedro; el secretario José Gordils, y algunos más, entre los que ocuparon lugar preferente los valientes camilleros y auxiliares, bien merecen que sus nombres honrados figuren en esta Crónica, para ejemplo de generaciones venideras, y como timbre de honor de la que tuvo la suerte de verlos nacer.
Pero entre todos y sobre todos los miembros de la benéfica institución se destaca, de modo excepcional, una dama generosa y buena, Dolores Aybar de Acuña, presidenta de la Comisión de damas, quien antes de la guerra, durante ella y más tarde, empleó todas sus actividades en socorrer a los desheredados; alivió muchos dolores, y, con sus propias manos, curó heridos, dió pan a los hambrientos y cubrió la carne de los míseros con ropa, que ella y otras damas, también de la Cruz Roja, cosieron con sus manos de grandes señoras. Venga, por tanto, su nombre y su retrato a honrar las páginas de este libro, que, solamente por esto, deben guardarlo los portorriqueños dentro del arca santa de sus recuerdos.
No fué sólo en San Juan donde la Cruz Roja dió gallardas muestras de sus actividades; todos los pueblos de la Isla, incluso Vieques, Culebra, y hasta la Mona, organizaron y mantuvieron hospitales y ambulancias. En Barcelona fué adquirido, siempre por subscripción pública, un costoso y útil material de hospitales.
A pesar de todo esto, ni el general Macías, al publicar el día 13 de mayo su orden general, ni el Gobierno de Madrid, más tarde, aprobando interminables relaciones de recompensas, por el hecho de armas el 12 de mayo, mencionaron, ni aun incidentalmente, a la Cruz Roja de Puerto Rico. Es verdad que no por gloria ni proventos expusieron ellos sus vidas y aportaron su labor.
Un teniente de la Guardia civil dormía en su cama en San Juan el día del bombardeo, soñando, quizá, con posibles ascensos, cuando un proyectil enemigo vino a dar en la azotea de la casa que habitaba; volaron algunos trozos de ladrillos y uno de ellos favoreció al oficial, rozándole el cuero cabelludo. Por esto, días más tarde, fué recompensado con la Cruz del Mérito Militar, con distintivo rojo y pensionada.
Después de la guerra, muchos hombres que no fueron recompensados, ni que tampoco abusaron de sus influencias para conseguirlo, pudieror seguir ostentando, con legítimo orgullo, otras Cruces Rojas: las de sus brazales.
Los practicantes.—Fué tan loable la inteligente y valerosa conducta observada por estos modestos profesionales, que creo justo traer a esta Crónica los nombres de los que tomaron parte al servicio de la Cruz Roja, en el combate del 12 de mayo: Ramón Llauger, Ramón Dimas, Francisco Barceló, Pío Amador, Silvestre Feijó, Manuel Diez de Andino, Damián Artau, José Córdoba, Eloy Daniel, Juan Claudio, Carlos Señet, Jesús Carbó, José Aldrich, José E. Rosario y José Salgado Jiménez.
Disolución de la Cruz Roja española.—El mismo Marqués de Polavieja, bajo cuyos auspicios se organizó en Puerto Rico la Cruz Roja Provincial, declaró disuelta dicha institución con fecha 20 de septiembre de 1898.