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A. RIVERO
 

El Manicomio, hasta que se izó en él la bandera de la Cruz Roja, fué también blanco del enemigo, recibiendo gran número de proyectiles. En él Cementerio cayeron dos granadas, de seis pulgadas una de ellas, y otra de 13, destruyendo varios nichos y poniendo a descubierto restos humanos. La Catedral y la iglesia de San José fueron averiadas. Casa Blanca, el Seminario Conciliar y las casas números 7, 9 y 11 del recinto de Ballajá sufrieron desperfectos de consideración.

Proyectiles de tamaños diversos (muchos de ellos no hicieron explosión) tocaron en las siguientes casas: números 2, 9, 15, 19 y 21 de la calle de San Sebastián; 12 y 42 de la Cruz; 20, 21 y 61 de San Francisco; 39, 41, 43 y 37 dé la Fortaleza (esta última recibió cinco proyectiles); número 15 de San Justo; 1 y 13 de la calle del Sol, y 52 de la Luna.

En el Asilo de la Concepción, el Palacio de Santa Catalina, el Arsenal y en algún otro edificio que tal vez olvidamos al tomar estas notas, también hicieron daños las granadas enemigas. A Santurce llegaron muchas, y una de ellas hirió en su casa a Ramón López y al joven Emilio Gorbea, que estaba allí.

En la bahía cayeron numerosos proyectiles, que al estallar en el fondo levantaban columnas de agua; uno alcanzó al crucero auxiliar Alfonso XIII en la caseta del piloto, y otro al buque de guerra francés Almiral Rigaud en un mástil y en la chimenea. Hasta Cataño y Pueblo Viejo llegaron las granadas, y en la finca San Patricio, de los hermanos Cerecedo, fué recogida una de 13 pulgadas.

En la cárcel.—En la cárcel provincial, en Puerta de Tierra, que ocupaba el edificio que hoy pertenece a la Porto Rican American Tobacco C, estaban presos, en la sala de preferencia, Antonio Salgado Izquierdo, detenido en Bayamón por la Guardia civil en la noche del 4 de mayo por sospechas de que fuese afecto a los americanos; Rafael Arroyo, Manuel Cátala Dueño y el doctor Juan Rodríguez Spuch, de Yauco, por los mismos motivos; Santiago Iglesias—hoy senador—, por asuntos políticos; Vicente Mascaró, por ataques en la Prensa a Muñoz Rivera, y Freeman Halstead, corresponsal del Herald, a quien se seguía procedimiento militar.

Todos dormían en catres de tijera. Poco más de las cinco de la mañana serían cuando sonaron los primeros cañonazos,

—¡Salvas!—exclamó, despertándose, Rafael Arroyo.

—No son salvas; es la escuadra americana bombardeando a San Juan—repuso el doctor Juan Rodríguez.

Y no había acabado de decirlo, cuando un proyectil de cuatro pulgadas, perforando el muro del Norte, entró en la habitación y, sin estallar, dio en el pavimento. Al rebotar, pasó tan inmediato a Santiago Iglesias, que le destrozó el catre y ropas, produciéndole una herida en aquel paraje del cuerpo donde, según el clásico, la espalda cambia de nombre; el proyectil volvió a caer al suelo, junto al periodista Halstead, y no estalló. La habitación se llenó de escombros y la confusión fué grande; cuando los ánimos se serenaron, pudo verse que Antonio Salgado tenía