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A. RIVERO
 
Monitor Amphitrite.

Aquella casa.—Ahora voy a relatar algo que pocos saben. A eso de las siete y media de la mañana observamos que toda la escuadra, desfilando al Oeste, mar afuera, volvía hacia la costa enfilando, al parecer, la boca del Morro.

¡Tratan de forzar el puerto!, fué el pensamiento unánime, y nos acordamos de la entrada del almirante Dewey en la bahía de Manila. Había que evitarlo a toda costa. El general Ortega, que desde su estación telefónica de San Cristóbal había centralizado el mando de la plaza, ordenó a todas las baterías que concentrasen sus fuegos hacia la entrada del puerto. Yo, que personalmente estaba apuntando, vi entonces el punto de mira cubierto por un mirador de cierta casa; aquel obstáculo me estorbaba; tenía que clarear mi campo de tiro, y por eso, enfilando el mirador apunté a su base y dí fuego. Una nube de polvo se levantó; cuando el viento la llevó hacia el vimos que la parte alta de la casa había desaparecido.

No culpe al almirante Sampson, como lo hiciera al día siguiente en la Prensa el dueño de aquella casa; fué este capitán de artillería quien, en cumplimiento de su deber, atacó su propiedad. Por lo demás, éstas son cosas de la guerra que ya todos tenemos olvidadas.

O la escuadra americana no intentó forzar el puerto, o el nutrido, aunque poco eficaz fuego de las baterías la disuadió de tal empeño.

El general Macías.—Un nuevo toque de corneta y entonces fué el capitán general quien, penetrando en el castillo y deteniéndose en su plaza de armas envió un aviso a las baterías; Ortega, desde lo alto del parapeto, le dió el parte reglamentario; en aquel momento ocurrió algo que deseo consignar como un incidente del combate.

Una granada enemiga chocó contra el montacargas de un obús emplazado en el punto más alto del castillo, sitio conocido con el nombre de Macho de San Cristóbal, y después de destruír el pescante fué a herir el muro haciendo explosión, aunque sin causar bajas. Algunos trozos de muralla rodaron al patio, cayendo con gran estruendo sobre un techo de cinc que allí había. El ruido, la polvareda y la confu-