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cuello, como para comulgar. La canción clara del arroyo le acariciaba los oídos, y los dientes entreabiertos ja- deando un poco. Las abejas venían a su vecindad, se posaban sobre sus brazos, sobre su cabello, sobre su seno, todas la conocían. Cuando los jilgueros rompieron el círculo encantado, Josefina se volvió a las abejas, y comenzó a recitar, con suavidad cantarina, « Las abe- jitas de la Virgen ».

Y las abejitas, como si se embriagasen con la voz de la niña, comenzaban a danzar en el aire, zumbando ar- moniosamente.

RAMÓN PÉREZ DE AYALA,