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336 ISONDÚ


letra con sangre entra, y todos los colegios tenían un empleado o bedel cuya tarea se reducía a aplicar tres, seis y hasta doce azotes sobre las posaderas del estu- diante condenado a ir al rincón.

Pasó a otro. En el nominativo de quis vel quid ensartó un despropósito, y el maestro profirió la tremenda frase :

—-¡Al rincón! ¡Quita calzón!

Y ya había más de una docena arrinconados, cuando llegó su turno al chiquitín y travieso de la clase, uno de esos tipos que llamamos revejidos, porque a lo sumo representaba terer ocho años, cuando en realidad doblaba el número.

— ¿Quid est oratio? — le dijo el obispo.

El niño, o conato de hombre, alzó los ojos al techo (acción que involuntariamente practicamos para recor- dar algo, como si las vigas del techo fueran un tónico para la memoria) y dejó pasar cinco segundos sin res- ponder.

El obispo atribuyó el silencio a ignorancia, y lanzó el inapelable fallo :

— ¡Al rincón! ¡Quita calzón!

El chicuelo obedeció, pero rezongando entre dientes algo que hubo de incomodar a su Ilustrísima.

— Ven acá, trastuelo. Ahora me vas a decir qué es lo que murmuras.

— Yo, nada, señor... nada, — y seguía el mucha- cho gimoteando y pronunciando a la vez palabras en- trecortadas.

Tomó a capricho el obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que, al fin, le dijo el niño :

— Lo que hablo entre dientes es que, si Su Señoría Mustrísima me permitiera, yo también le haría una