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La Alpujarra.
La Alpujarra es absolutamente distinta de las de- más montañas. Verdad que aquí hay también nieves y valles y ríos y peñascos y derrumbaderos, y hasta alguna vez, nubes...; pero ¡cuán diferentes de todas estas cosas! El to::0, el color, la luz, el ambiente, todo varía aquí por completo. Un cielo, casi siempre despe- jado y de un ¿zul puro, intenso, rutilante, empieza por servir de fondo 1 la decoración, disipando, con su viva refulgencia y vaguedades, misterios, nebulosos contornos, indeterminadas fantasmagorías. Una tierra cálida y en- juta nutre con la sangre de sus entrañas, y no con el lloro de sus peñas, esos manantiales de luz y fuego, que se llaman el olivo, la vid, o los elíseos frutos que roban sus más brillantes colores al iris. Aquestos valles no contrastan con lo petrificado por el frío, sino con lo cal- cinado por el sol. Aquestas rocas, lejos de sudar agua, funden y acrisolan los metales. Las flores son olorosas y valientes no obstante la vecindad de los viejos ven- tisqueros; y el arroyo, que baja de las regiones muertas, se asombra de encontrarse con las adelfas silvestres o con las terozmente grandiosas higueras chumbas, orla- das de arrumacos verdes y pajizos, como las princesas etiopes.
PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN (1).
(1) Nació on España 1833; m. 1891. Sus obras wmejores fon « La Alfujarra » y « El Niño Je la Bola ».