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258 ISONDÚ


borlón de las colas, se apeñuscaron chocando las recias astas y volvieron a desaparecer.

Detrás, erizando las plumas del pescuezo y el cuerpo recogido, cruzó una bandada de avestruces huyendo en línea oblicua; se separaban y volvían a juntarse los charabones delante de las hembras, que un hermoso macho convoyaba, corriendo a retaguardia con la cabeza erguida y las alas esponjadas, que tendía ya a un lado ya al otro, en rápidos despliegues, como si el animal quisiera protegerlas de un invisible perseguidor...

Pasaron breves instantes y el campo quedó nuevamente en reposo.

Pero entonces, hacia el lado de donde huían los ani- males, empezaron a elevarse espesas humaredas y un rumor sordo, que cada vez fué siendo más cercano, anun- ciando la quemazón.

Caía la noche. Sobre la masa ennegrecida de los montes flotaron antorchas gigantescas, que flameaban crepitando- entre las maciegas, corrían locas enroscándose' a los altos troncos, trepaban rápidas por los ramajes cubiertos de lianas y plantas parásitas, hasta abrasar toda la arbo- leda que se retorcía con sordos crujidos antes de entre- garse al insaciable enemigo.

Desgarramientos secos, estallidos de la savia que re- ventaba por chisporroteos de luces fantásticas, resonaban por todos lados, mientras las llamaradas adquirían cada vez mayores proporciones ensanchando la zona devas- tadora.

Las aves montaraces huían desbandadas, reflejando en las claridades rojizas del incendio sus obscuros plumajes; y al ras del pasto tostado cruzaban en precipitada fuga dando silbos y broncos chillidos las alimañas de los pa- jonales.