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228 ISONDÚ


El jinete descendía, descendía hasta el torrente, que cruzó por puente de troncos juntos, sin apearse; esquivó los pilares de la calle central del pueblo y se detuvo en una gran cabaña pajiza de doble piso con ventanas rús- ticas, cobertizo, corredor y establo, todo entre fronda de manzanos florecidos de blanco.

El buen cura dejó su libro y acudió al templo en donde se le esperaba; vistió sobrepelliz, manípulo y estola y comenzó la ceremonia del bautismo de un niño. Teníalo en los brazos el que venía « pian, piano » jinete por la senda de: monte, y no presenciaban el caso más que el sacristán, con el cirio encendido en una mano y los potes de óleo y sal en salvilla en la otra, y una mujer del pueblo, puesta de limpio y con los aros y hebillas de las fiestas grandes.

El forastero era de noble y altiva faz, ojos brillantes, sin bigote, las patillas en chuleta, los modales medidos y Cultos, el traje entre militar y paisano; galones o bordado sin lustre, chafados, asomaban por el cuello del poncho de paño azul, que caía hasta las botas altas y con espolines.

El buen cura, aunque murmuraba sus oraciones y ponía la sal y el óleo al neófito, no apartaba la vista del extranjero, como atraido por el prestigio incógnito, de manera que, al verter el agua, invocando a la San- tísima Trinidad, la dejó caer sobre el sacristán, que se lo advirtió disimuladamente.

Concluído el ministerio, invitó el cura al padrino a prestarse para sentar la partida en el libro.

Hecho el encabezamiento con el consabido : « Yo in- frascrito, Cura y Vicario », preguntó al forastero :

— ¿Su nombre?

— Manuel Belgrano.