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contemplación y el aplauso de aquella muchedumbre, que la veía por primera vez.

Los ecos de los cañonazos, las aclamaciones, los cla- rines, más la noticia de la Bandera expuesta a la con- templación popular, cundieron por todo el pueblo, y la muchedumbre llegó a hacerse compacta y a colmar la plaza. Todos los naturales de las haciendas vecinas, los indios de Palpalá, de Reyes, de Yala, de la Almona, de Cuyaya, llegaban a verla y se mezclaban a los niños y a los esclavos de las casas señoriales removidas hasta el traspatio por el rumor de la fiesta. Pronto comenzaron a llegar también los amos y las damas, vestidos con sus mejores paramentos, pues se acercaba la hora de la misa solemne y del tédeum, a la cual asistirian el cabildo, jus- ticia y regimiento, y con ellos el propio creador de la bandera, y el doctor Gorriti que la bendeciría.

Pronto, en efecto, apareció Belgrano bajo el arco central del cabildo, y empezó a andar hacia la Matriz, con su paso pausado. Un rumor de curiosidad afectuosa y admi- rativa electrizó a la muchedumbre. Abriéronle todos res- petuoso camino, y así al cortejo que lo acompañaba. Traía vestido su frac verde y cordones de gala, su calzón corto embutido en la bota de charol; recio el mentón sobre la chorrera florecida de finos encajes. El sonrosado persistente de su tez delicada, velaba apenas una recón- dita emoción. Las gentes reconocieron, entre el cortejo que le acompañaba, a Pablo José de Mena, regidor alfé- rez y alcalde de primer voto, por depósito de la vara en esos días; al joven doctor don Teodoro Sánchez de Bus- tamante, prestigioso asesor del cabildo, que renunció a su empleo pocos meses después por seguir a Belgrano en el éxodo; a Eustaquio de Iriarte, alcalde ordinario de se- gundo voto; a Lorenzo Ignacio de Goyenechea, regidor