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mimada, por lo cual, de la parte de Mules siempre sa- lía una buena tajada para aumentar la de su hija; al paso que, desde que vivía con la familia de la Sargiieta, nunca comía lo suficiente para acallar el hambre; y lo poco que comía, malo, y nunca cuando más lo necesi- taba, y de ordinario ertre gruñidos e improperios, si no entre pellizcos y soplamocos.
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Entre tanto, tenía que andar en un pie a todo lo que se le mandara, si quería comer eso poco y malo con sosiego; y lo que se le mandaba era demasiado, cier- tamente, para una niña como ella. Por de pronto, ayu- dar a las mujeres de casa, dentro o alrededor de ella, en el aparejo de la barquia, es decir, componer las re- des, secarlas, hacer otro tanto con las velas y con las artes de pescar, etc., etc. Cuando toda la familia, hom- bres y mujeres, iban a la pesca de bahía, especialmente a la boga (pescado que entonces abundaba muchísimo, y que desapareció por completo años después, debido, según dice la gente de mar, a la escollera de Maliaño, porque precisamente el espacio que ella encierra era donde las bogas tenían su pasto), a la pesca de bahía tenía que ir Silda también, y a trabajar allí, aunque niña, tanto o más que las mujeres o que Carpia, pues la Sar- gueta rara vez iba a la bahía con su marido.
Allí conoció a Muergo, a Sula ya otros muchos ra- queros de la calle de la Mar, y sobre todo, al famoso Cafetera (cuya biografía en libros anda años hace) que,