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ticulares resoluciones respecto a la sal que guardaba un tal Abaca, obligándole a venderla al por menor y amenazándole con aplicarla multa si no obedecía.
En 1669 no había sal en Buenos Aires; calcúlese, pues, cuál sería la satisfacción con que se recibió la noticia de haber sido descubierta una gran laguna de la cual podía extraerse dicha subtancia.
Desde el primer momento se acordó que los vecinos pudieran sacar de ella toda la sal que desearan para venderla luego, a condición de que su precio no exce- diese de un peso el almud, debiendo destinar un real de dicho peso para la obra de la iglesia.