116 ISONDÚ
— Pues señor — empezó ésta: — se cuenta que siendo joven, Dionisio viajaba por Grecia para ir a Nascia. El camino era largo, el sol quemaba, y el niño fatigado se sentó en una piedra para reposar.
Observando en derredor, atrajo su atención una plan- tita cuyas hojas frescas, de un lindo verde, presentaban elegantes recortes,
— Si pudiera llevar este arbustito para mi jardín — se dijo; — ¿pero cómo?
Y mirando en tomo, vió el fémur de un ave (en aquella época hab'a pájaros colosales), lo tomó, despren- dió con cuidado la plantita de la tierra, procurando no dejar completamente pelada la raíz, y la metió en el tubo del hueso.
Emprendió luego la marcha, pero el camino era largo y la plantita crecía con tanta rapidez, que pronto sus dentadas hojitas miraban sonrientes la luz del so!, en tanto que, por el lado opuesto, las fibras radicales es- tiraban sus cordones amarillentos en busca de tierra y humedad. 4
El sol era ardiente y el joven dios, con el deseo de salvar a su protegida, buscó un hueco más grande; la casualidad le deparó un húmero de león y aJlí guardó su tesoro.
Pero la luz, ejerciendo su influencia misteriosa, atrajo de nuevo las hojas hacia si, y el tallito se estiró; el sol iba, pues, a calcinarlas.
Dionisio tentó un último esfuerzo; ya tocaba al tér- mino de su viaje; buscó de nuevo en derredor y vió, cerca del camino, el esqueleto de un asno muerto; en- tonces tomó uno de los grandes huesos largos y sin dete- nerse a separar los otros encajó en su cavidad todo el conjunto.