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ministerio, deslumbrado en la cátedra, y escuchado el clamoreo amoroso de su pueblo agradecido. Qué más podía aspirar para la gloria de su nombre?

Es verdad que falta aún el mármol modelado en la plaza pühlica, evocador de sus virtudes y talentos, como faltan los de Alberdi, Manuel Augusto Montes de Oca y otros, quizás porque no llegaron a ser presidentes de la República, por más que tuvieron sobrados títulos para serlo, pero la justicia postuma, a veces tardía, llega fatalmente.

La dolencia visual y las molestias propias de la edad, mortificaron el alma de aquel varón justo y fuerte en los últimos años de su vida, pero sin conseguir arrancar a sus labios una sola palabra de protesta. Tenía la tranquila resignación del filósofo y del creyente. Observó sin inmutarse que poco a poco disminuía la luz para sus retinas y el movimiento de sus músculos. El andar ya era lento e inseguro. Marchaba mirando al cielo como todo el que implora una gracia de los dioses tutelares. Sabía con certidumbre que el sol de su existencia se ocultaba ya en el ocaso, sin que, al acercarse, las tinieblas de la eterna noche amedrantaran su espíritu de varón fuerte. Sus ojos, que miraron el radioso porvenir de su pueblo y de la Higiene pública, celestes y blancos, como los colores emblemáticos del símbolo de la patria que tanto amara, cerráronse plácidamente el 20 de Febrero de 1890, en París, en humilde acatamiento a las leyes eternas de la naturaleza, en el