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a los semejantes, y no de especulación comercial, y fuente inagotable de satisfacciones para el espíritu, y no de sensualismos para el cuerpo.

El día feliz en que todos, o la mayor parte de los argentinos, imitemos el noble ejemplo de la vida de aquel augusto ciudadano, dejarán de tener razón de ser aquellas palabras proféticas del gran pensador Juan Bautista Alberdi cuando decía, medio siglo atrás, hablando de nuestra democracia aún embrionaria:

« No se comprende el objeto con que el Estado gasta una parte de su tesoro público en Universidades, en Colegios, en Facultades de derecho, en cátedras de leyes y de ciencias políticas sociales, para que los graduados én estas materias, los primeros abogados y doctores vengan a tener por leaders y jefes de sus partidos políticos y conductores de sus obras de organización social y política, a meros aficionados de esas ciencias, o tinterillos, que no han puesto el pie jamás en una Universidad, colegio, ni escuela de derecho.»

El doctor Rawson debió mirar los triunfos científicos alcanzados por sus discípulos, desde lejos, y allá en la ciudad luz, y quizás entre las tristezas de la edad y añoranzas de la patria, con esa satisfacción infinita con que los padres sienten prolongar su existencia en la vida de los hijos. Dejaba su obra, la gran obra de toda su fecunda vida definitivamente concluida. Había culminado en el parlamento, triunfado en el