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sentido vulgar de la palabra, no ejerció el comercio de la medicina, porque consagró toda su ciencia galénica, al ejercicio del apostolado médico.

La clínica médica atrajo desde un principio la atención preferente de su espíritu investigador y lleno de inspiraciones, y gozó de justa fama como especialista en enfermedades internas. La sociedad y el público de Buenos Aires le consagraron su confianza, viéndose el consultorio que atendía en la calle Suipacha, todas las tardes, absolutamente lleno de enfermos de diversas categorías sociales.

Allí atendía a los peregrinos de su fé, con igual bondad y desinterés, aquel patriarca de la miedicina, ya fuesen ricos o pobres, sin aceptar jamás otra clase de remuneración a sus servicios, que la gratitud y cariño de sus clientes. Esto lo saben sus discípulos que me escuchan, y millares de favorecidos con su altruisimo.

¡Qué raro y noble ejemplo para nuestros días y para las generaciones médicas venideras!

Era médico sí, pero como los filósofos de la Grecia antigua y pagana, filosofaba y ejercía la medicina social. Curaba evangelizando.

Rawson vivió y murió pobre de dinero, pero multimillonario en virtudes y abnegaciones por nadie superadas.

Tan pronto como hubo regresado al país, el doctor Rawson, se hizo cargo nuevamente de la cátedra fundada y realzada por su talento.

Al frente de ella, en 1883, sin que él lo sospechara, rodeado por sus libros, al calor de la