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de Mayo, en que él pedía tranquilidad y calma para los espíritus. La sinceridad, y unción patriótica que fluía de sus palabras entre giros dé sublime elocuencia, impresionaron vivamente los ánimos de cuantos tuvieron la fortuna de oírlo, e impresiona hoy mismo, a cuantos tienen oportunidad de leerlo. La figura moral del orador acrecentábase por momentos, hasta dar la impresión evocativa de estar oyendo a Cicerón, cuando se dirigía al Cesar, con su palabra arrebatadora y convincente.

El presidente Avellaneda, que era otro artista admirable en el buen decir, aceptando la invitación hecha por aquel gran ciudadano, salió al balcón de la casa de gobierno, para saludar a su pueblo. Apaciguadas las aclamaciones de la inmensa multitud, el presidente comenzó su histórico discurso con aquella memorable frase de clacicismio griego.

« Salgo a vuestro encuentro, y os saludo con vuestra divisa: ¡Viva la paz!»

Para que continuar; todos vosotros conoceis esa magistral pieza oratoria con que el jefe del estado respondiera a los anhelos de paz, que le llegaban en forma imponente, y que eran sinceramente los suyos, por más que no dependía de su sola voluntad garantizarlos.

El discurso del presidente Avellaneda, estuvo a la altura del de Rawson, cada uno en su sitial respectivo; eran dos almas dotadas de sublime patriotismo, dos mentalidades de exquisita cultura clásica y dos soberanos de la palabra. Fué