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« El cementerio del Norte de Buenos Aires, examinado así, a la ligera, se nos presenta, pues, con un aspecto detestable. Su poca extensión, su mala colocación respecto a los vientos reinantes, sus declives hacia la ciudad y hacia el río, la falta de drenaje permeable, sus innumerables bóvedas provistas por docenas de cajones, de cuyo interior se desprenden mortíferos vapores su proximidad a la ciudad urbana, etc., etc., son circunstancias más y más que suficientes para haberlo abandonado desde hace mucho tiempo. Tal vez si semejante determinación se hubiese llevado a efecto, los últimos treinta años no arrojasen a nuestras miradas una cifra tan espantosa de mortalidad. Tal vez el cólera y la fiebre amarilla no nos hubiesen arrebatado tantos seres útiles al progreso de nuestro país; porque, es indudable, estas enfermedades epidémicas de origen exóticas, se atrofian y desaparecen en aquellas ciudades en donde la higiene se traslada de la cátedra, de la prensa y de la tribuna, a la práctica, traduciéndose en hechos perceptibles sus preceptos científicos, mientras que ellas mismas se ensanchan y adquieren vigor en las ciudades inmundas, dignos teatros de los dramas que se desarrollan.»

¡Qué diría hoy el doctor Rawson si viera, al través de medio siglo, como han triunfado los intereses materiales en el cementerio de la Recoleta, sobre los bien entendidos intereses de la salud pública!

Por nuestra parte, solo diremos que él, como