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a la científica, formaba refulgente aureola en torno a la personalidad del nuevo catedrático, constituyó otros de los secretos del éxito incomparable alcanzado en la cátedra. Era un predicador sublime, que enseñaba y difundía sus doctrinas, con el ejemplo impecable de su vida pública y profesional.

El doctor Rawson llegó a la cátedra cuando se la ofrecieron, sin que él la buscara, y a una edad más próxima a la época del retiro que para la iniciación de la docencia. Pero también es verdad que su genio no necesitaba hacer carrera, pasar por una preparación que le diese aptitudes de profesor; había nacido maestro, adornado con todas las dotes con que la naturaleza puede favorecer a un hombre, y hasta esa edad de 52 años, no había hecho otra cosa que enseñar al pueblo argentino, desde la tribuna parlamentaria, derecho constitucional, moral cívica y administrativa, amor a la justicia, guerra al analfabetismo, culto a la libertad, y respeto a los principios republicanos que nos rigen.

Ridículo sería hablar de metodología, didáctica, y aptitudes docentes, tratándose del supremo artista de la palabra, cuyo cerebro fuera plasmado con todas las virtualidades necesarias para la asimilación y trasmisión de los conocimientos humanos.

Rawson, hasta entonces, no se había especializado en los estudios de la Higiene pública y social, por más que era un sociólogo nato, pero a buen seguro que, muy poco trabajo le debió