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individual, apuntado ya por Rawson, de que el hombre enfermo no debe fecundar seres que llevarán fatalmente, en su debilidad orgánica y morbosa, los gérmenes de degeneración y de muerte precoz.

Ganado así, el diploma de médico, con brillo inusitado hasta entonces, el joven graduado que sin duda sentía la nostalgia de la familia y del terruño, fuerzas de atracción incontrastable en las almas bien nacidas y sensibles, corrió hacia la ciudad natal, donde por vez primera vieron sus ojos azules la luz del día, 24 años atrás, y tuvieron la oportunidad de contemplar el vuelo sereno y sugeridor de los cóndores en el espacio, y la marcha intranquila de los reptiles de la tiranía en la tierra.

Establecido en la ciudad de San Juan, modesta población en aquellos años, pero que lo recibiera con el entusiasmo y cariño que solo despiertan los príncipes de la ciencia, dió principio a las tareas profesionales que eran entonces, para los médicos de provincia, algo así como el ejercicio evangélico de un apostolado.

Poco trabajo le costó consolidar la fama de que fuera precedido desde Buenos Aires, pues sobrábanle condiciones morales y preparación científica para hacerlo en breve tiempo. Con sobrada razón decía al respecto, quien más tarde había de ser su temible adversario en lides políticas, y comprovinciano suyo, «que gozaba de una reputación superior a sus años, por sus talentos precoces y las recomendaciones de sus