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En efecto, hoy es un día excepcional, de parabienes y regocijo, para la Universidad, y sois vos el justo, el laudable motivo de esta festividad. Vuestro pasaje por los salones de sus aulas ha dejado en pos de sí una huella luminosa de triunfos y sucesos brillantes, que con sorprendente facilidad habéis alcanzado sobre las ciencias y las artes; triunfos y sucesos brillantes que han inspirado la idea de la excepción que se os hace. Así es que al despediros hoy de nosotros, creemos recibir el adiós agradecido de la mejor hechura de nuestras escuelas, y miramos en vos el mejor y más poderoso argumento de nuestras doctrinas, o de la superioridad de nuestras capacidades.

Al poner sobre vuestra frente privilegiada el bonete de doctor, que tan justamente habéis alcanzado, la Universidad ha ceñido la suya con una corona de gloria, y vos la habéis regalado el mejor y más frondoso de sus laureles.

Dos coronas inmarcesibles se distribuyen hoy, Dr. Rawson; ;la que vuestro genio y erudición ha tejido para la Universidad, y la de gloria, de felicitaciones que ella os retorna a la faz de Buenos Aires, de sus talentos, de sus hombres distinguidos. Esta recompensa única, la primera que da a un cursante de sus aulas, es un premio altamente honroso y extraordinario que tributa, no a la eminencia y claridad de vuestro talento, como tal vez pudiera creerse, sino a la feliz y oportuna aplicación de ese talento a las ciencias y a las artes; porque vos, doctor Rawson, convendréis conmigo, que el talento por sí mismo no es acreedor al premio. La Universidad, pues, al dirigiros la palabra en el día solemne de vuestra instalación en el doctorado, al mismo tiempo