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En lugar de velas, pieles y badanas delgadas, o por falta de lino, o por ignorar su uso, o, lo que parece más cierto, por juzgar que las velas no tendrían aguante contra las tempestades deshechas del Océano y la furia de los vientos, ni podrían impulsar navíos tan pesados en vasos de tanta carga. Nuestra escuadra, viniéndose a encontrar con semejantes nayes, sólo les hacía ventaja en la ligereza y manejo de los remos; en todo lo demás, según la naturaleza del golfo y agitación de sus olas, nos hacían notables ventajas, pues ni los espolones de nuestras proas podían hacerles daño (tanta era su solidez), ni era fácil alcanzasen a su borde los tiros, por ser tan altas, y, por la misma razón, era sumamente arduo el sujetarlas con los bicheros. Demás de esto, en arreciándose el viento, entregadas a él, aguantaban más fácilmente la borrasca, y con mayor seguridad daban fondo en poca agua, y aun quedando en seco, ningún riesgo temían de las peñas y arrecifes, siendo así que nuestras naves estaban expuestas a todos estos peligros.

XIV. César, viendo que, si bien lograba apoderarse de los lugares, nada adelantaba, pues ni incomodar podía a los enemigos ni estorbarles la retirada, se resolvió a aguardar la escuadra. Luego que arribó ésta y fué avistada de los enemigos, salieron contra ella del puerto casi doscientas veinte naves, bien tripuladas y provistas de toda suerte de municiones. Pero ni Bruto, director de la escuadra, ni los comandantes y capitanes de los navíos sabían qué hacerse o cómo entrar en batalla, porque visto estabá