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XXX. Estos, pues, al principio de nuestra llegada hacían frecuentes salidas y escaramuzas con los nuestros. Después, habiendo nosotros tirado una empalizada de doce pies en alto y quince mil en cireuito y bloqueadolos con baluartes de trecho en trecho, se mantenían cercados en la plaza. Mas cuando armadas ya las galerías y formado el terraplén vieron erigirse una torre a lo lejos, por entonces comenzaron desde los adarves a hacer mofa y fisga de los nuestros, gritando a qué fin erigían máquina tan grande a tanta distancia, y con qué brazos o fuerzas se prometían, mayormente siendo unos hombrezuelos, arrimar a los muros un torreón de peso tan enorme (y es que los más de los Galos, por ser de grande estatura, miran con desprecio la pequeñez de la nuestra).

XXXI. Mas cuando repararon que se movía y acercaba a las murallas, espantados del nuevo y desusado espectáculo, despacharon a César embajadores de paz, que hablaron en esta substancia: "que no podían menos de creer que los Romanos guerreaban asistidos de los dioses, cuando con tanta facilidad podían dar movimiento a máquinas de tanta elevación y pelear tan de cerca; por tanto, se entregaban con todas las cosas en sus manos. Que si por dicha, usando de su clemencia y mansedumbre, de que ya tenían noticia, quisiese perdonar también a los Aduátucos, una sola cosa le pedían y suplicaban: no los despojase de las armas; que casi todos los comarcanos eran sus enemigos y envidiosos de su poder, de quienes mal podían defenderse sin ellas.