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los límites del Rhin, y librar a toda la Galia de la tiranía de Ariovisto".

XXXII. Apenas cesó de hablar Diviciaco, todos los presentes empezaron con sollozos a implorar el auxilio de César, quien reparó que los Sequanos, entre todos, eran los únicos que a nada contestaban de lo que hacían los demás, sino que, tristes y ca bizbajos, miraban al suelo. Admirado César de esta singularidad, les preguntó la causa. Nada respondían ellos, poseídos siempre de la misma tristeza y obstinados en callar. Repitiendo muchas veces la misma pregunta, sin poderles sacar una palabra, respondió por ellos el mismo eduo Diviciaco: "Aquí se ve cuánto más lastimosa y acerba es la desventura de los Sequanos que la de los otros, pues solos ésos ni aun en secreto osan a quejarse ni pedir ayuda, temblando de la crueldad de Ariovisto ausente, como si le tuvieran delante; y es que los demás pueden, a lo menos, hallar modo de huir; mas éstos, con haberle recibido en sus tierras y puesto en sus manos todas las ciudades, no pueden menos de quedar expuestos a toda clase de tormentos."

XXXIII. Enterado César del estado deplorable de los Galos, procuró consolarlos con buenas razones, prometiéndoles tomar el negocio por su cuenta; que concebía firme esperanza de que Ariovisto, en atención a sus beneficios y autoridad, pondría fin a tantas violencias. Dicho esto, despidió la audiencia, y en conformidad se le ofrecían muchos motivos que le persuadían a pensar seriamente y encargarse de esta empresa. Primeramente, por ver á los Eduos,