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pel al último barrio de la ciudad; allí, unos, no pudiendo coger las puertas por la apretura del gentío, fueron muertos por la infantería; otros, después de haber salido, degollados por la caballería. Ningún romano cuidaba del pillaje; encolerizados todos por la matanza de Cenabo y por los trabajos del sitio, no perdonaban ni a viejos, ni a mujeres, ni a niños.

Baste decir que de unas cuarenta mil personas se salvaron apenas ochocientas, que al primer ruido del asalto, echando a huir, se refugiaron en el campo de Vercingetórix. Este, sintiéndolos venir ya muy entrada la noche, y temiendo algún alboroto por la concurrencia de ellos y la compasión de su gente, los acogió con disimulo, disponiendo les saliesen lejos al camino personas de su confianza y los principales de cada nación, y separándolos allí unos de otros, llevasen a cada cual a los suyos para que los alojasen en los cuarteles correspondientes, según la división hecha desde el principio.

XXIX. Al día siguiente, convocando a todos, los consoló y amonesto "que no se amilanasen ni apesadumbrasen demasiado por aquel infortunio; que no vencieron los Romanos por valor ni por armas, sino con cierto ardid y pericia en el modo de asaltar una plaza, de que no tenían ellos práctica; que se equivocaría quien creyese que todos los sucesos de la guerra les han de ser favorables; que él nunca fué de dictamen que se conservase Avarico, de que ellos mismos le podían ser testigos: la imprudencia de los Berrienses y la condescendencia mal entendida de los demás ocasionaron este daño, bien que presto