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que toda la fortuna de la Galia pendía de aquel momento, aconteció a nuestra vista un caso que, por ser tan memorable, he creído no deberlo omitir.

Cierto galo que a la puerta del castillo las pelotas de sebo y pez que le iban dando de mano en mano las tiraba en el fuego contra nuestra torre, atravesado el costado derecho con un venablo, cayó muerto. Uno de sus compañeros, saltando sobre el cadáver, proseguía en hacer lo mismo; muerto este segundo de otro golpe semejante, sucedió el tercero, y al tercero el cuarto, sin que faltase quien ocupase sucesivamente aquel puesto, hasta que, apagado el incendio y rechazados enteramente los enemigos, se puso fin al combate.

XXVI. Convencidos los Galos con tantas experiencias de que nada les salía bien, tomaron al día siguiente la resolución de abandonar la plaza por consejo y mandato de Vercingetórix. Como su intento era hacerlo en el silencio de la noche, esperaban ejecutarlo sin pérdida considerable, porque los reales de Vercingetórix no estaban lejos de la ciudad, y una laguna continuada que había de por medio los cubría de los Romanos en la retirada. Ya que venida la noche disponían la partida, salieron de repente las mujeres corriendo por las calles, y postradas a los pies de los suyos, con lágrimas y sollozos les suplicaban que ni a sí ni a los hijos comunes, incapaces de huir por su natural flaqueza, los entregasen al furor enemigo. Mas viéndolos obstinados en su determinación (porque de ordinario en un peligro extremo puede más el miedo que la compasión).