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LII. No atreviéndose a perseguirles a causa de los bosques y pantanos intermedios y porque se le representaba que ya no tendría ocasión de causarles ni el más pequeño daño, se encaminó al campamento de Cicerón, adonde llegó aquel mismo día, sin pérdida de un solo hombre. Ve con asombro los torreones, galápagos y fortificaciones de los enemigos. Y hecha la revista de la legión, halla que de diez ni uno estaba sin herida, de lo cual infiere en qué conflicto se vieron y con qué valor se portaron. A Cicerón y a sus soldados hace los merecidos elogios; saluda por su nombre uno a uno a los centuriones y tribunos, de cuyo singular valor estaba bien informado por Cicerón. Cerciórase por los prisioneros de la desgracia de Sabino y Cota. El día inmediato, en presencia del ejército, la cuenta por extenso, consolando y animando a los soldados con decirles que deben sufrir con paciencia este descalabro, únicamente ocasionado por culpa y temeridad del legado, ya que quedaba vengado por beneficio de los dioses inmortales y su propio valor, aguándoseles tan presto a los enemigos el gozo, como quedaba remediado para ellos el motivo de sentimiento.

LIII. La fama, en tanto, de la victoria de César vuela con increíble velocidad por los Remenses a Labieno, pues distando cincuenta millas de los cuarteles de Cicerón, donde César entró después de las nueva del día, se oyó antes de media noche a la puerta de los reales el alborozo de los Remenses, que aclamaban la victoria con parabienes a Labieno.

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