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Introduccion.

Igual cosa sucedió con el ejército de Nueva España, que vino á pelear despues. Mas presto se trocaron los papeles, porque habiendo recibido los moros un gran refuerzo, hicieron una salida, y vencieron, uno en pos de otro, á los dos ejércitos. Sus capitanes, el conde de Benavente y el virey Mendoza, participaron al Emperador lo sucedido, por medio de cartas que el cronista copia textualmente, así como las respuestas del soberano. Este acudió en persona al socorro de los suyos, acompañado de los reyes de Francia y de Hungría, «con sus coronas en las cabezas,» y fué á aposentarse á Santa Fe. Sin desalentarse por el pasado revés, acometieron todos á los moros, quienes no solamente se defendieron bien, sino que verificaron otra salida, y rechazaron de nuevo á los españoles. En tal aprieto, escribió el Emperador al Papa la noticia de lo ocurrido, concluyendo con pedirle que rogara á Dios por el buen suceso de sus armas, «pues estaba determinado de tomar a Jerusalen y á todos los otros Santos Lugares, ó morir en la demanda.» El Papa, consultado el caso con los cardenales, contestó al Emperador, díciéndole que ya mandaba hacer plegarias en todas partes, y conce- día un gran jubileo á toda la cristiandad.

Viéndose por dos veces rechazados, acudieron tambien los españoles á la oración, y fueron á arrodillarse ante el Santísimo Sacramento, con el Papa y cardenales. Aparecióseles entonces un ángel para decirles, que Dios habia oido sus oraciones: que no desmayasen, porque al fin conseguirian victoria; y que «para más seguridad» les enviaria el Señor á su patrono Santiago. Luego á la hora entró el apóstol en un caballo «blanco como la nieve,» y los españoles le siguieron contra los moros, que aun estaban fuera de Jerusalen: estos se retrajeron á la ciudad, y los españoles se volvieron á su real. Acometieron entonces á su vez los de la Nueva España; pero los moros salieron contra ellos, y los obligaron tambien á retirarse.

Como la ayuda del apóstol Santiago no habia sido de provecho, fué preciso ocurrir de nuevo á la oracion. De nuevo apareció el ángel, á participarles que Dios habia permitido fuesen humillados, á fin de probarlos y hacerles ver que sin su ayuda nada valian; pero que ya vendría al socorro el abogado y patrono de la Nueva España, San Hipólito. A la promesa siguió el cumplimiento, porque llegó el santo mártir en un caballo morcillo; juntóse con Santiago, y á la cabeza ambos de toda la gente, española é india, emprendie- ron un furioso ataque á la ciudad. «Todos juntos, dice el autor que seguimos, comenzaron la batería, de manera que los que en ella estaban, aun en las torres, no se podian valer, de las pelotas y va-