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Introduccion.

de aquellos neófitos, y que, por el contraste con las antiguas, les hicieran comprender, hasta de un modo externo y material, la inmensa ventaja que los nuevos dogmas llevaban á las erradas creencias en que ántes hablan vivido. ¿Quién, por rústico que fuera, no habia de notar la diferencia entre el devoto sacerdote católico, revestido de sus simbólicos ornamentos, y el feroz ministro de Huitzilopochtli, greñudo, tiznado y cubierto con la ensangrentada piel del prisionero que acababa de inmolar? ¿Qué comparación cabia entre la horrenda piedra de los sacrificios, siempre destilando sangre humana, y la purísima ara donde era ofrecido el Cordero sin mancilla? ¿Cómo no preferir los acentos de música acordada, al lúgubre tañido del teponaxtli, precursor de la matanza? ¿Cómo no sentir aliviado de un gran peso el ánimo al ver por todas partes flores, luces, adornos, danzas y regocijo, en vez de inmundicia, sangre, tormentos y muertes? Y sobre todo, ¿era posible que álguien recordara entonces sin horror aquellos festines de antropófagos, digno remate, no de fiestas sino de abominables crímenes, cuando la nueva religion venia á ofrecerle la participacion del Sagrado Pan Eucarístico en el sacrificio incruento del Altar? Bien hicieron, pues, los misioneros en ostentar á la vista del pueblo, poco ántes infiel, todo el brillo de las ceremonias cristianas. Para ello aprovecharon cuantos medios les sugirió su celo, y dieron, con justicia, lugar preeminente á los autos ó representaciones de asuntos sagrados, no ya tan solo por seguir el uso de la madre patria, sino más todavía para que «la indocta muchedumbre apreciara y comprendiese debidamente los grandes misterios de la religion cristiana, y hallase en representaciones vivas la saludable doctrina»[1] que por la escasez de operarios evangélicos no podia difundirse con la presteza necesaria entre unos conversos que, sobre ser innumerables, hablaban lenguas muy diversas, y no conocian el maravilloso arte de la escritura. Faltando el auxilio de los libros, era muy del caso poner en acción lo que ellos enseñaban.

Dos pueblos, del todo distintos y apartados, ocupaban entonces este suelo, y de ahí resultó forzosamente la necesidad de apropiar las fiestas al estado social de cada uno, y á su idioma. Los españoles avecindados en México continuaron, como era natural, celebrándolas á su modo; pero los misioneros tuvieron que modificarlas en cuanto á lo externo y material. Desde luego se vieron precisados á componer ellos mismos las piezas que habian de repre-

  1. Cañete, Discurso acerca del Drama religioso español, pág. 8.