rán despues de la muerte, y despues que hayan sido reducidos á cenizas: y lo aseguran con tanta confianza, que parece, que ya están resucitados. Su necedad es doble, porque por una parte aseguran la destruccion del cielo y de los astros, siendo así que los dexamos en el mismo estado, en que los habiamos encontrado, y por otra se prometen á sí mismos la inmortalidad, no obstante, que ven, que no nacemos todos, sino para morir. La adhesion que ellos tienen á su dogma de la resurreccion, es sin duda la causa de que condenen nuestra costumbre de quemar los cuerpos; como si el tiempo necesitára de fuego para reducirlos á polvo, y como si no fuera del todo indiferente para los cuerpos, que los coman las bestias, los arrojen al mar, ó los inhumen y consuman al fuego. Antes bien la sepultura sería un suplicio para ellos, si fueran capaces de sentimiento: ni el fuego produce otro efecto, que el de destruirlos con mayor prontitud. Por una conseqüencia del mismo error, esos hombres modestos se reservan para sí solos, como si ellos solos fueran justos, una vida feliz y eterna despues de la muerte, y condenan á los demás, como si fueran criminales, á suplicios eternos.
Añaden los Christianos otras cosas, que no puedo ventilar por falta de tiempo: ya he dicho, y, no hay necesidad de probarlo, que son los hombres mas perversos: y aun quando concediere, que son justos, la opinion comun es, que