lo modificado, ni la persuasión de que una cosa es tratar de celajes purpurinos, de aves canoras y árboles seculares, y otra exponer con claridad y raciocinio seguro por qué cuantos osaron tomar en mientes el nombre del Demostrador de la creación, ciegos esclavos del error, no han vislumbrado lo evidente á los ojos del Conde de Roselly, prevendrían el ánimo á la sorpresa, al asombro más bien que con la lectura de obra tan original recibe.
El calor de la argumentación, la pasión que guiada por el despecho campea incisiva sin disfraz ni miramiento, la genialidad intolerante, la frase que, si de algún tiempo á esta parte se ha visto estampada en cierto género de literatura, no había sido admitida todavía por escritores cultos; el método confuso, irregular y fatigoso, dando al libro singularidad extraña, determinan por paralelo con el otro un abismo de infranqueable profundidad.
Verdad es que entre las dos obras discurridas por el admirador de Colón media intervalo de tiempo cercano á medio siglo, intervalo capaz de minar las facultades más felices, no estando reparadas al abrigo de la