aquellos dias, y á quien abrumaban por consiguiente los elogios y los aplausos, me miró bastante descaradamente, á decir verdad, murmurando:
— Si no temiera ser indiscreto, yo le diría á usted si lo son.
Y á través de la pequeña balaustrada, alargó la mano hácia mi libro.
Yo se lo dí con orgullo y temor al mismo tiempo; temor, por la lectura; orgullo, por el lector.
Florentino y su amigo recorrieron en pocos minutos bastantes hojas del infolio que estaba ya á punto de concluirse. Por fin se detuvieron, y leyeron una misma composición dos ó tres veces; después devolviéndome el libro me preguntó el primero:
— ¿Cómo se llama usted?
— Manuel del Palacio, respondí con la misma turbación que si estuviera delante de un juez.
— No he oido ese nombre en mi vida, replicó, lo cual me prueba que no ha escrito usted nunca para el público.
— Así es en efecto, señor Sanz.