en muchos otros casos. Seria muy difícil distinguir el remordimiento que experimenta el hijo del Ganges que ha probado un alimento impuro, del que le causaria cometer un robo: probablemente que el primero seria más agudo.
No sabemos cómo han tenido orígen tantas absurdas reglas de conducta, tantas ridículas creencias religiosas, ni cómo han podido grabarse tan profundamente en el ánimo del hombre en todas las partes del globo; pero es digno de notar que una creencia constantemente inculcada en los primeros años de la vida, cuando el cerebro es más impresionable, parece adquirir casi la naturaleza de un instinto. Sabido es que la verdadera esencia del instinto consiste en que le sigue independientemente de la razon. Tampoco podemos explicar por qué unas tribus hacen más aprecio que otras de ciertas virtudes admirables, como el amor á la verdad, ni por qué prevalecen, hasta en las naciones civilizadas, diferencias por el estilo. Sabiendo cuántas costumbres y supersticiones extrañas han podido arraigarse sólidamente, no debemos sorprendernos de que las virtudes personales nos parezcan, en la actualidad, tan naturales (apoyadas, como lo están, en la razón) que llegamos á creerlas innatas, por más que en sus condiciones primitivas el hambre no hiciese de ellas caso alguno. A pesar de muchas causas de duda, el hombre puede generalmente distinguir sin vacilar las reglas morales superiores de las inferiores. Básanse las primeras en los instintos sociales, y se refieren á la prosperidad de los demás; están apoyadas en la aprobacion de nuestros semejantes y en la razon. Las inferiores, aunque apenas merecen esta calificacion, cuando inducen á hacer un sacrificio personal se enlazan principalmente con el individuo en sí, y deben su orígen á la