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cap.
darwin: viaje del «beagle»

habiendo quien remara, la pequeña embarcación se estrelló contra un ancla y se partió en dos; la vieja se ahogó, pero el muchacho fué recogido algunas horas después agarrado a una tabla. Entre las ruinas de las casas quedaron charcos de agua de mar, y los niños, construyendo botes con mesas y sillas, parecían tan alegres como tristes sus padres. Sin embargo, era en extremo interesante observar cuán animados y ecuánimes se mostraban todos, contra lo que hubiera podido esperarse. No faltó quien lo explicara, con bastante fundamento, por la circunstancia de haber sido tan general el estrago que nadie pudo considerarse más arruinado que los demás ni sospechar retraimiento o desvío por parte de sus amigos, una de las consecuencias más penosas que acompaña a la pérdida de las riquezas. Mr. Rouse y un grupo numeroso que tomó bajo su protección vivieron la primera semana en un huerto, debajo de unos manzanos. En un principio el tiempo se pasó tan alegremente como en una jira campestre; pero a poco un copioso aguacero les causó graves incomodidades, por carecer de todo abrigo.

En la excelente descripción que el capitán Fitz Roy hizo de este terremoto se dice que en la bahía hubo dos explosiones: una semejante a una columna de humo, y otra como el ruido que hace una gran ballena al lanzar su surtidor. El agua parecía, además, hervir por todas partes, «se puso negra y exhalaba un olor a azufre muy desagradable». Esta última circunstancia se observó en la bahía de Valparaíso durante el terremoto de 1822; a mi juicio, puede explicarse por el hecho de revolverse en el fondo del mar el cieno, que contiene materias orgánicas en descomposición. En la bahía del Callao, durante un día de calma, noté que al arrastrar un barco su cable por el fondo se señalaba su curso por una línea de burbujas. La clase pobre y menos instruída de Talcahuano atribuía