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chiloe y concepción.—gran terremoto

unas 30 ó 40 familias indias, dispersas a todo lo largo de la playa, en un espacio de cuatro o cinco millas. Viven muy aislados del resto de Chiloe, y apenas tienen comercio alguno, como no sea el de la venta de un poco de aceite sacado de la grasa de las focas. Andan vestidos un poco decentemente con ropas de propia manufactura, y disponen de alimentos en abundancia. Sin embargo, parecían descontentos y moralmente abatidos en términos que daba pena. Esta abyección, a mi juicio, debe atribuirse sobre todo al duro trato que reciben de sus gobernantes, que les hablan siempre del modo más imperativo y autoritario. Nuestros acompañantes, en medio de la exquisita cortesía que usaban con nosotros, se portaban con los indios como si fueran esclavos más bien que hombres libres. Les mandaron traer provisiones y facilitar caballos, sin dignarse decirles cuánto importaba todo ello, ni siquiera si recibirían paga alguna. Por la mañana, habiendo quedado solos con esta pobre gente, nos captamos en breve sus simpatías regalándoles puros y mate. Un terrón de azúcar blanca fué repartido entre todos los presentes, y lo gustaron con la mayor curiosidad. Después de exponernos sus quejas acababan siempre diciendo: «Y todo porque somos unos pobres indios, que nada sabemos; pero no sucedía así cuando teníamos un rey.»

Al siguiente día, después de desayunar, cabalgamos unas cuantas millas en dirección Norte, hacia la Punta de Huantamó. El camino corre a lo largo de una ancha faja costera, en la que, a pesar de tantos días hermosos, rompía una terrible marejada. Se me aseguró que después de un fuerte temporal podía oirse el rugido del mar por la noche hasta en Castro, a una distancia no inferior a 21 millas marinas y al través de un país montañoso y cubierto de bosque. Tropezamos con alguna dificultad para llegar al término de nuestra excursión, a causa de los frecuentes pasos casi in-