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cap.
darwin: viaje del «beagle»

haberlo visto, puede imaginarse una cerrazón tan enmarañada de troncos medio secos o secos del todo. A menudo, por más de diez minutos seguidos, nuestros pies no tocaban tierra, y los marineros, en broma, pedían las sondas. Otras veces teníamos que avanzar a gatas, uno tras otro, bajo los troncos podridos. En la parte inferior de las montañas, soberbios ejemplares de Drimys winteri, un laurel, como el Sassafras, de hojas aromáticas, y otros árboles, cuyo nombre no conozco, se hallaban entrelazados por un bambú o caña hana. Aquí luchábamos como peces prendidos en las mallas de la red. En las regiones superiores, el monte bajo substituye al gran arbolado, del que sólo se ve tal cual rojo cedro o alerce. Era también agradable contemplar, a la altura de poco menos de 300 metros, a nuestra antigua amiga el haya meridional. Eran, sin embargo, árboles raquíticos, lo que prueba que tal vez éste sea su límite norte. Al fin tuvimos que renunciar a la ascensión, desesperados de no poder efectuarla.


10 de diciembre.—La yola y el bote ballenero, con Mr. Sulivan, salieron a sus trabajos de medición y reconocimiento, y en tanto, yo quedé a bordo del Beagle, que al día siguiente zarpó de San Pedro con rumbo al Sur. El 13 entramos en una bahía al sur de Guayatecas, o archipiélago Chonos, y no fué pequeña fortuna que así lo hiciéramos, porque al otro día se desencadenó con gran furia una tempestad digna de Tierra del Fuego. Blancos montones de nubes se apiñaban sobre un cielo azul obscuro, mientras avanzaban sobre ellos rápidamente negros estratos de vapor. Las sucesivas cadenas montañosas tomaron el aspecto de sombras espesas, y el sol poniente proyectó sobre el boscaje una luz amarillenta y débil, como la de la llama del alcohol.