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de la isla mauricio a inglaterra

de frondosa vegetación, forman un cuadro delicioso, cuando no de relevante belleza.

Cuando digo que el paisaje de algunas regiones de Europa es tal vez superior a cuanto he visto, exceptúo, como clase excepcional, el de las zonas intertropicales. Esto no admite comparación con lo primero; pero ya me he extendido a menudo acerca de la grandeza de estas regiones. Como la viveza de las impresiones depende mucho de las ideas preconcebidas, debo añadir que tomé las mías de las vividas descripciones de Humboldt, de su Personal Narrative, superiores en mérito a todo lo que he leído. Pues bien: aun habiendo formado previamente un concepto tan elevado de las grandezas de la zona tórrida, estuve muy lejos de sufrir ningún desencanto en mi primero y último arribo a las costas del Brasil.

Entre los paisajes que más hondamente se han grabado en mi ánimo, ninguno aventaja en sublimidad al de las primitivas selvas vírgenes, no alteradas por la mano del hombre, bien sean las del Brasil, donde predomina la Vida, bien las de Tierra del Fuego, donde prevalecen la Disolución y la Muerte. Unas y otras son templos llenos de las variadas producciones del Dios de la Naturaleza: no hay nadie que hallándose en estas soledades deje de conmoverse y sentir que en el hombre existe algo más que el mero aliento material de su cuerpo. Al evocar imágenes de lo pasado veo cruzar a menudo ante mis ojos las llanuras de Patagonia, y, con todo eso, están generalmente consideradas como yermas e inútiles. Sólo pueden ser descritas por los caracteres negativos: sin viviendas, sin agua, sin árboles, sin montañas, sin vegetación, fuera de algunas plantas enanas. ¿Por qué, pues—y no soy el único a quien esto le sucede—, por qué estos áridos desiertos han echado tan profundas raíces en mi memoria? ¿Por qué no hacen otro tanto las verdes y fértiles Pampas, superiores a las extensiones patagó-