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cap.
darwin: viaje del «beagle»

doso precipitarse de los torrentes, proclaman a porfía la lucha de los elementos desatados. En el mar, el albatros y el pequeño petrel vuelan en medio de las impetuosas ráfagas, como si la tormenta fuera su elemento; las olas se elevan y se deprimen como si ejecutaran su habitual tarea, y únicamente el barco y sus tripulantes parecen ser las víctimas de tan inusitado furor. Sin duda, la escena es diferente en una costa desmantelada y batida por la intemperie; pero, así y todo, los sentimientos que despierta son de terror más que de bravía complacencia.

Volvamos ahora los ojos a los ratos deliciosos del tiempo pasado. El placer producido por la contemplación del paisaje y aspecto general de los diversos países visitados ha sido, sin disputa, el venero más rico e inagotable de elevados goces. Tal vez haya en Europa regiones que sobrepujen en pintoresca belleza a todo lo que hemos visto. Pero el ánimo se deleita con creciente intensidad al comparar el carácter del paisaje en las diferentes regiones y este goce se diferencia en cierto modo del causado por la mera admiración de su belleza. Ello depende, sobre todo, de familiarizarse con las particularidades que cada paisaje ofrece; me siento fuertemente inclinado a creer que, así como en música el que comprende el significado y valor de cada frase, si posee talento artístico, domina y saborea mejor el conjunto, así también el que examina cada parte de una vista por separado llega a comprender más perfectamente el efecto de la combinación. El viajero debería ser buen botánico, porque en todos los paisajes las plantas constituyen el principal ornamento. Agrúpanse masas de desnudas rocas, aun en las formas más extrañas, y aunque acaso por algún tiempo ofrezcan un espectáculo sublime, no tardará éste en hacerse monótono. Si se las pinta con brillantes y variados colores, como en el norte de Chile, toman un aspecto fantástico; si se las viste