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cap.
darwin: viaje del «beagle»

vuelva a su natural elemento, donde, al cabo de cierto tiempo, se forma una nueva concha; pero es tan delgada que no puede utilizarse, y el quelónido arrastra una vida lánguida y enfermiza.»

Cuando llegamos a la cabecera de la laguna cruzamos una islita estrecha, y hallamos una gran marejada que rompía en la costa de barlovento. Con dificultad sabría decir por qué; pero, a lo que entiendo, la vista de las playas exteriores de estas islas-lagunas supera en magnificencia a la del interior. Es de una maravillosa sencillez el conjunto que forman la playa en forma de barrera, la orla de verdes arbustos y altos cocoteros, la sólida llanada rocosa de coral muerto, cubierta aquí y allá de grandes fragmentos sueltos, y la línea de furiosos rompientes, que se prolonga todo alrededor por ambas partes. El océano, lanzando sus olas contra el ancho arrecife, parece un enemigo invencible y todopoderoso; sin embargo, vemos contrastado y aun vencido su inmenso poder por medios que a primera vista parecen débiles e insuficientes. Y no es que las olas respeten las rocas de coral: los grandes fragmentos dispersos sobre el arrecife y amontonados en la playa, en que los altos cocoteros brotan, hablan con harta elocuencia de su arrollador empuje. Ni siquiera se conceden períodos de descanso. La marejada persistente, producida por la acción suave, pero continua, del alisio, que sopla en la misma dirección sobre una extensa área, da origen a unos rompientes que igualan en fuerza a los engendrados por temporales huracanados en las regiones templadas, y no cesan de desplegar su furia. Es imposible contemplar este oleaje sin sentir la firme convicción de que cualquiera isla, aunque esté construída de la roca más dura—pórfido, granito o cuarzo—, al fin ha de ceder y quedar demolida por tan irresistible poder. Con todo, las insignificantes islitas de coral permanecen y quedan victoriosas; porque aquí otro poder, como un antagonista, interviene