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azufre, antes de llevar aquél a la fundición. También se ha perfeccionado algo la maquinaria, que es muy sencilla; pero aun en el día de hoy hay minas en que el agua se saca de los pozos ¡en odres llevados a cuestas por obreros!

Los mineros hacen una labor muy penosa. Tienen muy poco tiempo para comer, y así en invierno como en verano comienzan a trabajar al amanecer y no lo dejan hasta que es de noche. Se les paga una libra esterlina por mes, y se les da la comida siguiente: Para almorzar, 16 higos y dos panecillos chicos; para comer, alubias cocidas, y para cenar, trigo tostado y machacado.

Apenas catan la carne, pues con las 12 libras anuales tienen que vestirse y alimentar a sus familias. Los obreros que trabajan en la misma mina reciben 25 chelines mensuales, y se les concede un poco de charqui o cecina. Pero estos hombres abandonan sus incómodas viviendas sólo una vez cada quince días o tres semanas.

Durante mi permanencia aquí pude vagar a mi gusto por estas enormes montañas. La geología, como desde luego podía esperarse, era muy interesante. Las agrietadas rocas de origen ígneo, atravesadas por innumerables diques de rocas verdes, dejaban adivinar las grandes convulsiones que debieron ocurrir en épocas remotas. El paisaje se parecía mucho al de los alrededores de la Campana de Quillota; áridas montañas peladas, que en ciertos sitios presentaban algunos arbustos de escaso follaje. Los Cactus, o más bien Opuntias [1], eran aquí muy numerosos. Medí uno de forma esférica que, incluyendo las espinas, tenía seis pies y cuatro pulgadas de circunferencia. La altura de la especie común, cilíndrica, ramificada, es de doce a


  1. Véase nota de la página 182 del tomo I.